La
mitología griega presenta un entramado de historias protagonizadas por los
dioses, pero también por otros personajes como semidioses, héroes, monstruos y
objetos maravillosos que solucionan o complican la trama.
Pero
más allá de las historias y los cuentos, la mitología es también la transmisora
de los grandes valores de la antigüedad grecorromana. Sus mitos están llenos de
valores atemporales vigentes que, por ser clásicos, no dejan de decirnos algo
nuevo.
Os
presentamos nuestra propia versión del mito de Dédalo e Ícaro. Para redactarla
nos hemos servido de las diferentes versiones clásicas que nos llegan de la
Antigüedad: Apolodoro y Ovidio.
De este
mito sobre Dédalo e Ícaro hemos aprendido:
1.- Dédalo representa el
ingenio del ser humano, la capacidad de inventar e ingeniar aquello que no
existe o de lo que carece para hacer frente a problemas que se presentan en su
vida. Pone en relieve la importancia de la inteligencia para resolver cualquier
dificultad y el ingenio de aprovechar los recursos que tenemos para solventar
cualquier problema o carencia en nuestra vida.
2.- Ícaro simboliza la
imprudencia y la rebeldía de la juventud y su comportamiento nos invita a
reflexionar sobre el control de los impulsos, a escuchar a quien tiene más
experiencia y a ceñirse a normas, reglas y consejos.
3.- Pero Ícaro también es símbolo
de la curiosidad inherente a la juventud, de la atracción por el riesgo, del
placer de la aventura, del interés por aprender y del deseo por ascender a lo
más alto.
4.- También, el mito nos
enseña que todos los problemas, por muy enredados que sean, tienen solución y el
vuelo de los dos personajes nos deja claro que hay que estar por encima de las
dificultades para tener una visión general de ellas y saber afrontarlas.
Os
dejamos nuestra versión del mito:
DÉDALO
E ÍCARO
Diestro en el arte de inventar
aprendido de la mismísima Atenea, Dédalo, de origen ateniense, tras haber
asesinado a su sobrino Talos, tuvo que huir de la ciudad con la prisa de salvar
su vida y la de su hijo y zarpó desde el Pireo.
Dédalo era reconocido como el
mejor arquitecto de toda Grecia; su hijo, un muchacho corpulento de mediana
estatura con el pelo rizado del color del oro, se hacía llamar Ícaro, dispuesto
también de un gran intelecto, aunque, por su juventud, un tanto imprudente y descuidado.
La brisa del mar golpeaba sus
caras y ni el ancho mar de Grecia que los guiaba conocía el puerto al que
habría de llevarlos. Y siguiendo el mismo destino que la princesa Europa,
llegaron a una isla situada al sur, de nombre Creta, de la que Minos, al que
Europa había engendrado del mismísimo Zeus, era rey.
- Claro que sí, padre, -respondió Ícaro confiado-. La ciudad de Minos nos acogerá y sus
habitantes disfrutarán de nuestros inventos.
Pero por primera vez Dédalo
estaba equivocado porque, aunque las aventuras serían memorables, no iban a ser
maravillosas.
- Espero que el viaje no haya sido muy pesado, -dijo Minos-.
- Ha sido un viaje fascinante, -respondió Dédalo-. El mar en esta época está muy calmado y no
dan ganas de llegar a puerto. ¡Es maravilloso este mar que nos rodea! Ver gran
parte de las islas me ha recordado cuando era un joven arquitecto sin apenas
experiencia.
- Desatar la cólera de los dioses, -dijo Dédalo-, sólo podrá traer desgracias e infortunios
para ti y toda tu descendencia.
Pero Minos, que sabía el
peligro del Minotauro, no podía ser indiferente y decidió encerrarlo y, para
ello, ordenó a Dédalo construir un laberinto, pero no un laberinto cualquiera,
sino uno formado por muchísimos pasadizos dispuestos de una forma tan complicada
que fuese imposible encontrar la salida. Obviamente, el inventor aceptó de
inmediato, ya que era una construcción de tan gran importancia que extendería
su fama más allá de Grecia.
La mujer de Minos estaba admiraba
de que un arquitecto tan grande como Dédalo fuera a construir el laberinto.
- Os acompañaré para que podáis disponer del mejor material de Grecia
para construir el laberinto, -dijo Minos-.
Mañana por la mañana vendré a buscaros y os llevaré hasta el terreno donde
debéis construirlo. Sus gruesos muros, sus pasadizos y su cercanía al mar harán
que sea imposible salir de él y la única salida que encontrará quien en él se
adentre será la muerte.
-
Esta misma noche -dijo Dédalo- realizaré los planos y será tan complejo que
sólo un dios con inteligencia ilimitada podrá descubrir el camino que lleva a
la salida.
Pero Minos, al ver la obra
finalizada, temiendo que Dédalo desvelase a los hombres cómo salir, encerró en
él a Dédalo y a Ícaro y colocó en la entrada a dos guardas que les impidiesen
huir.
- Es todo culpa mía, padre -dijo entre sollozos Ícaro-. Yo fui el que decidió memorizar cómo salir
del laberinto.
- Claro que no es culpa tuya -respondió Dédalo-. Ese rey nos ha traicionado y eso los dioses no lo aceptaran, aunque sea
hijo de Zeus.
Dédalo era un hombre fuerte,
pero no podía soportar la idea de que su hijo tuviera que vivir allí dentro,
así que buscó una solución. De la nada, como si hubiera sido una señal a Dédalo
se le ocurrió un plan para escapar de aquella prisión.
- ¡Ya lo tengo! -dijo Dédalo-. ¡Ya
sé lo que haremos! Saldremos volando, como los pájaros.
- ¿Y cómo lo haremos?, -preguntó Ícaro-.
- Con la ayuda de unas cañas, -respondió Dédalo-, pegadas con cera de abeja y cubiertas de
plumas construiremos una alas, las mejores que hayan podido existir. Las
ataremos a nuestras espaldas y saldremos volando de aquí y llegaremos a Sicilia.
- Buena idea, papa, -dijo Ícaro-.
- Ícaro, hijo mío, no deberás volar muy cerca del sol. Si lo haces Apolo
derretiría la cera de tus alas y caerías al mar. Si vuelas muy bajo, la humedad
de las olas del mar empaparía las plumas y harían tan pesadas las alas que no
podrías volar y también caerías al mar.
- Sí, padre, -dijo Ícaro-, haré
caso a tus advertencias. ¡Confía en mí!
Colocaron unos bloques para
subir a lo alto del muro y saltar. Así iniciaron el vuelo y empezaron a
sobrevolar el mar. Al principio todo iba bien pero después el mar se puso embravecido
e Ícaro decidió volar más alto para que no le atraparan las olas. Al subir se
dio cuenta de que, cuanto más alto, más bonita se veía Grecia: primero sus
islas, más arriba Peloponeso y al fondo sobre salía el Monte Olimpo. Ícaro
subió y se acercó tanto al sol que el mismo Apolo, temiendo que un mortal
llegara al sol, derritió las alas y el joven cayó al mar.
- ¡No! Mi hijo, -gritó Dédalo-.
¡Ícaro!
Con lágrimas en los ojos y con
el corazón roto decidió llamar Icaria a aquella isla cerca de la que había
muerto su hijo, así los hombres jamás lo olvidarían.
Dédalo siguió su vuelo hasta
Sicilia, al reino de Cócalo, quien lo acogió hasta su muerte.
Allí, entregó sus alas a los
dioses.
- Por mi hijo, Ícaro, -dijo-. Aquí
os hago cargo de mis alas, para que las utilice aquel que las merezca. A mí de
mi hijo ya sólo me ha de quedar el recuerdo.